Vivimos en la sociedad de la alegría. De la alegría impostada, de la huida de los dolores que comporta la existencia. De forma que nos hemos quedado incapacitados para vivir y resolver los dolores que comporta la perdida. Duelo es sinónimo de dolor, y también de enfrentamiento entre dos. El dolor siempre nos confronta en primer lugar con nosotros mismos y nuestras resistencias a sentirlo, y luego con los demás, con lo social, pues ahí hemos de mostrar siempre nuestra mejor cara y  compartir solo  nuestros goces.

Nos dolemos cada vez que sentimos que perdemos algo. Y perdemos algo todos los días. Empezando por eso mismo, por un día de vida que sabemos finita aunque nos comportemos como si fuésemos eternos.

Estamos expuestos a continuas decepciones y renuncias. Cada vez que elegimos algo perdemos las otras opciones que no han sido elegidas. Y estamos haciendo elecciones constantemente, desde qué desayuno, que ropa me compro, con qué amigos quedo, qué programa de televisión veo, con qué persona inicio una relación, el dolor de terminarla…..La lista es infinita.

Podemos abordar  también el duelo que más nos duele, la muerte, el dolor de saber que la vida no es efimera, que desconocemos cuanto va a durar, el dolor de perder a alguien que amamos. Y le dedico unas palabras porque nuestra sociedad se ha alejado de los ciclos de la vida de una manera tan inconsciente que la muerte se ha convertido en una sorpresa desagradable, siempre inesperada, oculta, a la que no podemos mirar.

Y si, la posibilidad de morirnos en cualquier momento, o la asistencia a la perdida de los nuestros es terrible, pero más terrible es no poder hablar de ello, no poder pensar en ello, no poder compartir nuestros miedos, no poder llorar como necesitamos hacerlo cuando la ocasión lo requiere.

Hemos medicalizado la muerte, la hemos sacado de casa, hacemos todo lo posible por ocultarla aunque esté sucediendo, y las personas que se van no pueden despedirse, pues ante ese pacto de silencio, y ese teatro acordado por todos de “esto no está pasando”, nadie puede compartir sus verdaderos sentimientos. Es muy doloroso asistir a este trance, pero lo es aún más hacerlo solo. Impedir el acompañamiento sincero, íntimo y cercano que todos necesitamos en momentos tan especiales.

Son pocos los que se atreven a hablar de sus pérdidas, a pensar en la finitud de su vida, a prepararse para ello y a dejarse acompañar  por el amor que sin duda han ido sembrando a lo largo de su vida. Y son pocos también los que pueden resistir el acompañamiento sin negar la mayor, conectando con el dolor sin asustarse, sin salir corriendo, y entendiendo que es una oportunidad para que el amor se pueda expresar, para liberar el alma de pesares.

Ojalá y todos seamos más valientes. Seamos capaces de conectar con nuestro miedo, y respetarlo, y a  pesar de él logremos no escapar, aceptemos ese último dolor y aliviémoslo de la única manera que podemos hacerlo acompañando y dejándonos acompañar.